miércoles, 11 de febrero de 2015

Del cáncer y otros tangos

Lo que ella escuchaba era el eco. El eco de los diagnósticos y pronósticos de vida. Eco de los rayos de una radioterapia dormida en el recuerdo. Eco de papeles, análisis, mamografías, ecografías, centellografías y otras innumerables “ias”.

Habían pasado siete años. Y luego de los famosos siete, era recomendable y hasta imprescindible, no alegrarse mucho ni preguntar nada cuando las cosas iban bien. Ni pensar en ufanarse por alguna súbita felicidad -o ausencia de dolor- que a esas alturas ya era lo mismo.

Habían pasado 7 años -con sus 2555 días y 361.020 horas en que el cáncer había sobrevolado oscuro sobre su cuerpo, como mal sueño. Como desvelo sin salida. Y se había posado ahí -justo ahí- donde se esconde el corazón, ahí donde el placer baila, ahí donde la leche duerme antes de llegar a la boca de los niños.

Pero pal caso nada importaba - ni haber amamantado a tres niñas, ni amarlas como a la vida misma- ni sus cortos 35, ni la vida por delante, ni su carrera, ni sus sueños ni su nada… Nada impidió que el cáncer se le metiera sin ningún empacho.

Primero en una esquina, cerca de la axila, y luego en la otra esquina. "

Bue, si es para atacar que sea así, ¡con ganas! , y si es pa enfermar que sea pues en serio” –mascullaba para sus adentros – mientras se le escapaba una risa nerviosa. La avalancha vaticinaba un desplome absoluto, su desplome. Un derrumbe sin treguas, su derrumbe. Frunció el seño, el sueño, y apretó la entrepierna. Sujetó las lágrimas, y por fin lo decidió: ella solo quería seguir bailando.

A partir de ese día, se metió de cuerpo entero a aprender todo sobre el nuevo baile. Se lo leyó todo, lo bueno, lo malo y lo feo. Todo. Ejercitó pasos maestros y magias sutiles. Aguantó la respiración más de cien veces, afinó los pasos, la cintura, la postura. Acicaló su fragilidad y endureció la mirada. Se llenó de brío.

Y comenzó el meneo.

Él la increpaba con pasos amenazantes, diestros y siniestros. Ella esquivaba, retrocedía, y volvía a danzar, cada vez más resuelta, más entera, más ella. Hubo veces en que apenas pudo sostener el aliento para sobrellevar pasos en falso, súbitos giros, pasos en sombra. Otras veces, ya cansada y desconcertada, se lanzaba entregada, tentada a dejarse ir.

Seis meses le tomó descubrir ritmo y cadencia de esta danza macabra que se baila de a dos.

Un giro y luego el otro, sin derecho a replique. Cercanía y distancia. Remedios y alivio. Cirugía y descanso. Terapia y rehabilitación. Noche y día.

Ya estaba hastiada y debilitada de tanto ir y venir, cuando la chispa sagaz de la estocada final que venía la despertó. El cáncer había arremetido contra el territorio sagrado de las mujeres, el útero de donde nace su sintonía con Dios. ¡Ah! Eso era demasiado, eso no lo permitiría.
Se levantó como toro herido. Bravía como el mar y el tango. Se levantó de una. Se pintó la boca y se subió a sus tacos. Desde ahí enfrentó el cáncer como toro a torero, con más brío que chance. Y se le fue encima.

El vestía capa roja, y ella lo embistió. Lo embistió con su cuerpo adolorido. Con su alma en trance, con sus ojos infinitos. Lo embistió con la garra de quien no tiene ya nada que perder. Había perdido el miedo. Y desde su silencio indómito, bravía y roja, clavó sus astas en el centro del centro, del mismísimo centro del cáncer. En una sola movida forjó un giro final.

Se hizo un silencio. “Las sirenas también habían tenido astas filas” -musitaba el gentío- en un silencio sin precedentes. Carmen se arregló el vestido. Se limpió la sangre con un pañuelo que le tiraron de la tribuna. Y salió erguida. Golpeada y erguida. Llorosa y erguida. Más hermosa que nunca caminó y caminó. Esbozó una sonrisa. Y siguió bailando con la vida, quién sabe cuántos años, o siglos más.

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